Bonnie & Clyde



Terminamos acribillados como Bonnie y Clyde en una polvorienta esquina frente al Reloj Chino de la avenida Balderas. Nos conocimos en el bingo hace más de cinco años. Yo cantaba las bolas sorteadas, mientras él, puntual como reloj, compraba diez juegos cada martes y tachaba pasivamente los números del cartón. Se sentaba en la misma mesa, del lado izquierdo del salón, lo que me hacía pensar que sus oportunidades de llevarse algún premio eran remotas. Permanecer inmóvil nunca me ha parecido una estrategia exitosa.

Antes de convertirme en la vocera oficial de bingo del turno vespertino, trabajé como cajera en una hamburguesería. No duré mucho; al segundo día me echaron tras resbalar por accidente y cocinar mi antebrazo a término medio en una de las planchas donde freían los pedazos de carne comprimida. Si tan solo los hubiera demandado por trastornos mentales, quizás no estuviera cantando las bolas ahora. No gané la demanda. De aquel recuerdo solo me queda un colorido pez Koi que adorna la cicatriz; sus aletas tienen textura. Una oda al fracaso. 

Después de eso, serví mesas en un restaurante familar italiano. Trabajé solo un par de semanas; me pedían que vistiera como puta y ni siquiera dejaban buenas propinas. Los múltiples y tristes oficios siguieron, pero en ninguno de ellos encontré el brío que me hiciera sentir tan viva como que escuchar a lo lejos una voz que gritara “¡bingo!”.

Por primera vez en tres años, escuché su voz. Era tan grave que parecía salir desde lo más profundo de un viejo armario. Aquella tarde dijo “bingo”, ganó un millón de pesos. Al terminar mi turno, me propuso matrimonio. Yo acepté. Sin cuestionamientos morales, a pesar de ser un par de desconocidos, nos teníamos un aprecio especial. Sabíamos que la suerte no existía, pero necesitábamos aferrarnos a algo.

Perseguíamos pistas para sobrepasar las leyes del azar sin percatarnos de nuestra próxima emboscada. Recorrimos todas las casas de apuestas de la ciudad, nos bebimos todas las botellas de alcohol de la carta, probamos los platillos de moda. Sacar humo e ingerir tragos nos hacía muy felices, libres de asfixias y persecuciones numéricas que nos acechaban. A mediodía estábamos en la cantina de la vuelta, por la tarde, en la botana y en la noche rematábamos en la martinera con cocteles al 2x1. 

Tachamos todas las oportunidades de éxito de las tres filas y nueve columnas del cartón de lotería. El premio nunca llegó y el dinero se acabó.

Miramos el reloj en medio de la glorieta de Bucareli, daban las dos veintinueve. Nos vimos a los ojos, nos dimos la vuelta cada uno en lados contrarios, sin voltear la vista atrás. Al final, entendimos que la única técnica de batir a la casa era jugar con menos jugadores.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Antes de dar el sí

El grunge no ha muerto

Razones para conservar a un peluquero