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En sepia

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Miro su foto, sonríe con un helado en la mano de esos de vasito. Es verano, lo sé por su pelo enmarañado por el viento y me pregunto cómo será mamá. Nunca pude descifrar sus miedos, deseos ni sus más profundos secretos. Una desconocida a la que le llamaba mamá. A veces me reconozco en ella por la sonrisa y por el dedo chato del pulgar que entrelazamos cuando estamos nerviosas, cuando leemos y cuando nos llama la atención una plática.  En los álbumes de fotos sonreímos en sepia por una calle empedrada cuesta arriba. Siempre sonreímos.

Línea recta

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Los recuerdos con papá son en línea recta, como el largo camino que recorríamos todos los sábados al atravesar la ciudad de norte a sur sobre el Periférico de la Ciudad de México.  Disfrutaba el camino; el ruido del motor se convertía en el tercer pasajero.  Ronroneaba en nuestros silencios más profundos.  Nunca sabré adónde iban los  pensamientos de papá; tal vez, simplemente a verse llegar a la cancha de futbol,  aventar la maleta en el pasto, saludar a los amigos, vendarse los tobillos, ponerse las  apretadas mallas blancas que cubrían sus pantorrillas, sacudir el  pasto de los tenis del juego anterior, encontrarme con la mirada antes de comenzar el partido,  darme unas monedas y despedirse con “No olvides estar atenta al marcador”. Jamás me incomodó quedarme sola mientras él jugaba. Era la única oportunidad de gastarme el dinero en dulces sin compartirlos con mis hermanas.  Al  terminar el juego corría a su lado para decirle los resultados. Notaba como poco a poco

Máquina del tiempo

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Mientras observaba el luminoso piso de cerámica azul en la sala de espera de Rayos X. Pensaba en regresar el tiempo unas horas antes de la pelea, o mejor aún; un año y medio antes de permitirle entrar a su casa, a su cama, a su vida.  Sin tan solo el correo postal hubiera perdido el paquete donde recibió una declaración de amor, convertida en pequeños obsequios llenos de detalles. En ese momento no  le dolería la espalda, el cuello, el pecho, las articulaciones de la muñeca y rodilla izquierda. Sabía que con antinflamatorio y árnica pronto disminuirían los achaques, se borrarían los moretones y de paso el recuerdo de él.  Sentada frente al luminoso y extremadamente limpio piso de cerámica azul, descubrió la diferencia entre los verbos ahorcar y asfixiar. El único consuelo, saberse viva.

Declaración en desamor.

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La cama hospeda una cantidad como nunca antes de ácaros y polvo. No he cambiado las sábanas desde que no vienes más a casa a pasar la noche, ni siquiera el gato quiere dormir junto a mí. A veces despierto exaltada al escuchar voces y pienso que no debo leer historias de terror antes de irme a la cama, o mejor aún no ver mas el álbum de fotos. Por ratos echo de menos y termino buscando alguna señal en las redes que me haga creer que aún piensas en mí.  He estado tentada en buscarte para reclamarte como pudiste olvidarme tan pronto, como puedes estar con alguien más cuando todavía te quiero y pienso en ti. 

Sala de espera

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 “La muerte es ese amigo que aparece en las fotografías de la familia, discretamente a un lado, y al que nadie acertó nunca a reconocer.”  ―Eliseo Diego La sala de urgencias del hospital está a reventar envuelta en una espesa esencia a incertidumbre y capuchino barato. Demasiadas horas de humores encerrados en una habitación con una sola puerta para la entrada y muchas veces sin salida. Qué mal olemos los humanos. Me intriga el momento en que comienza a fallar el engranaje del reloj de arena, todos caminamos hacia la misma dirección. ¿Habrá algún familiar en la sala de espera de urgencias cuando anuncien mi nombre?. Mi jubilación: una banca verde de fierro sobre un ancho camellón y el periódico de un día después.

En la mañana

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El niño insecto me habla por las noches, vive en la repisa de madera. No dice mucho, a veces olvido que está ahí. La casa suele ser muy silenciosa, si pones atención puedes escucharlo caminar sobre las paredes blancas. En la mañana, me llama por mi nombre y me hace despertar abruptamente. Gusta de las novelas sobre el polvo. 

El grunge no ha muerto

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Éramos las primeras en la fila. Llegamos tres horas antes de la cita. Hacía frío, era una mañana lluviosa; un día usual para una de las ciudades donde se consume más café y películas que en cualquiera otra parte de Estados Unidos. El combo perfecto para alcanzar altos índices en depresión y suicidio. La llaman la ciudad de la eterna lluvia.   Volvamos a la fila. No era un día luminoso, era un día gris, un día común. Le pedimos al chico de  melena rubia y gorrito   que estaba adelante de nosotras que nos apartara el lugar. Asintió sin mirarnos. Caminamos un par de calles hasta encontrar una tienda. Nos tomó por sorpresa que la fila estuviera igual de atiborrada de la que habíamos dejado unas cuadras atrás. Al parecer no había otra cosa que hacer en un día gris en Seattle que ir por café y cigarros.  La agüita ligera arreció nos cubrimos la cabeza con los gorros de la sudadera, encogimos los hombros e hicimos fila. En la espera, Betsy y yo recordamos cu