Platillos individuales



No fueron los especiales del día ni la suculenta pierna de cerdo ahumado colgando en el aparador del restaurante lo que llamó mi atención. Fue aquél hombre solitario que bebía en la barra a tragos lentos una cerveza. Vestía una chillante polo verde esmeralda y zapatos que combinaban con la camisa. Este tipo cuida los detalles, pensé, mientras yo me arreglo con unos jeans y una playera sin preocuparme porque combinen con los zapatos.

Me decidí por el especial del martes. Volován relleno de ternera, justo lo que venía pensando. Mientras comía, leía el diario y de reojo le miraba. Él seguía sentado, cruzado de piernas, frotaba el pelo canoso con las manos y regresaba a la misma postura. Una mano debajo del mentón sostenía su cara y al parecer, su existencia.

Su soledad en realidad no me intrigaba. Todos en el lugar estábamos solos. Pero el gran cartel de la entrada nos recordaba que aquello no era importante: “Aquí se sirven porciones individuales no es necesario buscar acompañante para compartir platillos.”

Cuando terminé de comer salí a fumar y de pronto ahí estaba el sujeto del tarro de cerveza a medias. Intercambiamos un par de comentarios mientras fumábamos y después lo invité a sentarse en mi mesa. Ahí decidió explicarme, y yo por fin entendí, esa actitud de derrota y su encorvamiento: se debían a una obsesión que llevaba 30 años por encontrar el primer disco de los “Rezagados de París”. Explicaba que sólo habían sacado 20 copias en todo el mundo. No le importaban sus otros 5 mil álbumes muchos de ellos invaluables e intercambiables por pistas de rastreo.
Tenía en su haber cuatro matrimonios y una docena de hijos. Confesó sentirse cansado, su última esposa le había dejado por otro. La siguiente semana cumpliría 65 años pero ya no le importaba seguir viviendo. Lo único que lo mantenía con vida eran sus 5 mil discos y la esperanza de encontrar la última copia de "Rezagados de Paris". Su trago seguía medio lleno.
El restaurante estaba por cerrar, pedí la cuenta. Al levantarse parecía haber envejecido otros cinco años más. Le ayudé tomándolo del antebrazo para levantarse. Me miró con esos ojos azules de fondo amarillento que terminé por reconocer y le dije Padre, es hora de llevarte a casa.

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