Bonnie & Clyde

Terminamos acribillados como Bonnie y Clyde en una polvorienta esquina frente al Reloj Chino de la avenida Balderas. Nos conocimos en el bingo hace más de cinco años. Yo cantaba las bolas sorteadas, mientras él, puntual como reloj, compraba diez juegos cada martes y tachaba pasivamente los números del cartón. Se sentaba en la misma mesa, del lado izquierdo del salón, lo que me hacía pensar que sus oportunidades de llevarse algún premio eran remotas. Permanecer inmóvil nunca me ha parecido una estrategia exitosa. Antes de convertirme en la vocera oficial de bingo del turno vespertino, trabajé como cajera en una hamburguesería. No duré mucho; al segundo día me echaron tras resbalar por accidente y cocinar mi antebrazo a término medio en una de las planchas donde freían los pedazos de carne comprimida. Si tan solo los hubiera demandado por trastornos mentales, quizás no estuviera cantando las bolas ahora. No gané la demanda. De aquel recuerdo solo me queda un col...